sábado, 14 de noviembre de 2009

Два

Jueves. Anoche nos sentábamos en el porche trasero la señora Haze, Lolita y yo. El tibio crepúsculo se había convertido en una oscuridad que invitaba al amor. La chica grande estava contando con todo detalle el argumento de una película que ella y Lo habían visto el invierno pasado: el boxeador había caído muy bajo cuando conoció al buen sacerdote (que también había sido boxeador en su robusta juventud y que aún podía aporrear a un pecadór). Nos sentábamos sobre almohadones amontonados en el suelo y Lo estaba entre la mujer y yo (mi pequeña adorada se había metido entre nosotros con calzador). A mi vez, me lancé a un bullicioso relato de mis aventuras árticas. Mientras tanto, era dolorosamente consciente de la prosimidad de Lo y al hablar hacía amplios ademanes en la benevolente oscuridad, de cuya invisibilidad me aprovechaba para tocar su mano y su hombro, sin llegar al ultrage, y a lo que contribuía el hecho de que ella jugaba con una muñeca de trapo y no paraba de ponérmela en el regaso. Al final, cuando mi bella adorada estaba totalmente submisa a aquel intercanvio de caricias etéreas, me atreví a acariciar el suave vello de su desnuda pantorrilla mientra reía tontamente mis propios chistes y trataba de contener mi temblor. En una unica ocasión pasé rápidamente mis labios por sus tibios cabellos mientras frotaba humorísticamente mi nariz con la suya y jugueteaba con su muñeca. Lolita, oviamente muy excitada me correspondió un buen rato, hasta que su madre le ordenó que se estuviera quieta y arrojó la muñeca que volo a las sombras. Me reí y me dirigí a Haze por encima de las piernas de Lo, lo que aproveché para deslizar la mano sobre la grácil espalda de mi nínfula y sentir su piel erisándose bajo la camisa de chico que llevaba.